Quizás sea el convencimiento estricto de que nada cambia lo
que te impulsa a seguir adelante. Esa inercia implícita en lo que muda y a la
vez permanece inalterable. Como las estaciones, los sentimientos conforman un
círculo ceñido por las convenciones sociales. Pero dentro, muy dentro de ti,
nada está quieto, el corazón reverbera con la luz brillante de este otoño
incierto. Esa misma luz que enciende los álamos de oro a la orilla del río
seco, que vuelve rojos los frutos del espino, que hace brillar la piedra pulida
por los pasos.
Encontrar en la sonrisa del otro una razón para la
esperanza. El murmullo pulido de las voces que a lo lejos anuncian el
previsible desenlace. La quietud del que sabe que no está hecho para un mundo
en el que todo está decidido de antemano. No, no es pesar sino cansancio. No es
la pena el hilo sutil que ensarta los días, sino el recuerdo de esa piedra en
mitad del camino. Abrazar su frío enigma para sentirse vivo. Penetrar en su
corazón duro para contagiarse del calor que en su centro albergó un día. No dar
nada por perdido y darlo por perdido todo.
Cada palabra esconde una verdad a medias. Nada es lo que
parece. Ni siquiera el espejo te devuelve la imagen, el gesto conocido, del que
fuiste un día. Los fantasmas del pasado aún están vivos. Has subido a la montaña
para encontrarte con ellos. ¿No es esa sombra huidiza el perfil clarísimo de la
que amaste un día? ¿No es su perfume el eco del tiempo que aún está por venir?
Sentado en la penumbra de la mañana incierta, no hay nada más cierto que el
ruido de pasos que se alejan. Tu corazón, un puñado de cenizas. Su aliento,
fuego apagado que aún quema.
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