Permíteme que te imagine aquella
tarde. Y empiezo a imaginar, porque tal vez fue una mañana. Y sí, lo veo ahora,
atardecía y la pequeña galería londinense especializada en arte japonés estaba
a punto de cerrar, pero el dueño te dijo que no, que no te marcharas y te
tomaste el tiempo necesario para elegirlo, bueno, os tomasteis el tiempo
necesario, quiero decir, que también estaba el Profesor, al que siempre
escuchas. Luego dos años guardado en tu casa, a la espera del momento propicio,
porque aquel cumpleaños no pudo ser y el siguiente tampoco. Y ahora por fin
conmigo: la felicidad guardada dos años en el fondo de un armario a la espera del momento oportuno.
Allí, nadie con buen gusto y
suficiente refinamiento expondría sus objetos más preciados a la vista de
todos. Por eso, para ser fiel a la tradición, este grabado tendría que volver
al envoltorio de seda y al fondo un armario del que únicamente saldría para ser
disfrutado a solas y, en contadas
ocasiones, para ser admirado junto a un amigo de muchísima confianza con el que
compartir algo tan íntimo como el placer de contemplar lo que te conmueve de
veras. No llego a ese extremo, pero ahí está, colgado en la pared de la
habitación más privada de la casa, en un rincón donde no llega el sol, para
disfrutarlo a solas y descolgarlo sólo muy, muy de vez en cuando.
No hay olas, ni está el monte
Fuji, ni tampoco cortesanas que retuercen sus sedas bordadas de pájaros y
flores en posturas imposibles. Solo el calor, el aliento tibio de estas plantas
empañando el corazón de emociones nuevas.