Al principio, el desasosiego. Cómo compartir la crudeza de
tus metáforas precisas. La hiriente claridad de tu palabra, el dardo envenenado
de tu sinceridad. Luego la sorpresa. La confusión. El miedo a entenderte. El
dulce veneno penetrando en la conciencia. Y, finalmente, quedar para siempre
atrapada por un primer beso en mitad de la nieve. Por esa forma tuya de
aniquilar el tiempo, de dotar al mundo de aristas coloreadas, de vestirlo con
el brocado exquisito de la desesperación. Desde entonces, formas parte de la
cadena que me ata a la vida. A veces
detesto tu frío. Otras me abraso en tu calor. Y siempre siento.
En el último instante, ¿qué pensarías? ¿Te bastó, para dejar
este mundo, la certeza de que nada
cambiaría? ¿O eras tú el que temía cambiar? ¿No estabas, acaso, cambiándolo
todo al hundir el cuchillo en tu vientre? Y ese gesto teatral del final que se escapó a tus predicciones. La
torpeza, el temor -el amor, tal
vez- que impidió a tu asistente cumplir
su cometido con la brevedad y la certeza exigidas. La imagen de tu cabeza en el
suelo.
Y en el momento de la despedida, dejarlo todo en orden. El
manuscrito entregado, el mensaje a la esposa, el poema ritual… Los periódicos de
la época recogen el “incidente”. El otoño arrastra una vez más tus pasos hacia
ese otro lado en el que permanecerás eternamente. El viento de los dioses antiguos,
apenas un rumor de voces en la niebla.
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