¿En qué momento la memoria se
reviste de la impostura necesaria para ser consecuente con la vida? Porque
explicar la propia historia, dar sentido a esa sarta minuciosa de verdades a
medias, es siempre un ahogado intento de bajar a las profundidades, de rescatar
trozos de vasijas prehistóricas, diminutas reliquias de coral, algún manojo
oloroso de algas verdeazules. Y de vuelta a la superficie, recomponer con todas
estas cosas una máscara de colores matizados con la que poder mirarse al
espejo y reconocerse, aunque sea un poco.
Recuerdas, pero no estás seguro,
ese momento doloroso, punzante, intensamente vívido en el que te separaste por
primera vez de los otros para ser tú mismo. Y necesitas describir los prolegómenos
de ese momento, ahondar en tu corazón de fiera mal herida, recomponer ese mismo
instante desde más atrás, desde el momento mismo en el que la belleza convirtió
tu desdén en esa herida brillante que ahora luces impunemente.
¿Y no somos un poco eso? Una
colosal mentira construida con retazos de verdades. O mejor dicho, de verdades
que una vez fueron, y ahora no son más que fantasmas de la memoria que se ríen
de nosotros cuando confesamos que sí, que recordamos. Porque nuestra historia
ha sido lavada a conciencia por el tiempo, que nos quitó todo y nos dejó
únicamente ese impulso inconsciente de fijar el pasado con palabras que sólo nosotros
mismos no creemos.
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