Suena el teléfono y una voz conocida te susurra justo lo que
quieres oír. Cierras los ojos, y cuando los abres estás debajo del agua, nadando
con todas tus fuerzas hacia el filo de la piscina. Sacas la
cabeza, exhausta por el esfuerzo. El sol de la tarde que se filtra por los
ventanales empañados arranca destellos de bronce a su torso desnudo. Sus brazos
en alto, mientras estira, te muestran el texto escrito en caracteres irreconocibles
que recorre su costado. Segura de que aprender a leerlos sería tu condena,
vuelves la cara y te sumerges de nuevo en el agua entonando el Nembutsu.
En el fondo del cuenco se ríe de ti, al pie del camino te
muestra su rostro desdibujado que podría ser cualquier rostro y por eso también
el tuyo. Su blancura de nieve nos es fría, sino amable y complaciente…Merodea
la casa que ahora es tuya y se mezcla con tus sueños porque su voz es el aliento
de las flores marchitas que reviven con un soplo de alegría cada noche. Mientras,
la cítara antigua del joven monje atrae a los que se fueron, pero no para siempre.
Y ese otro, que sólo tú conoces y al que no apartas por
miedo a quedarte definitivamente solo.
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