Veros salir de la niebla con vuestras caras de entonces.
Taciturnos, abatidos por el peso del
tiempo que aún no habéis vivido.
Y algunos todavía conservan jirones de esa niebla sobre la piel desnuda.
No puedo hablaros porque no me conocéis, aunque algunos estéis a punto de
entrar para siempre en mi vida.
Despertar, no con la luz clarísima de la mañana, sino bajo
el frío de esta niebla que pesa en el corazón y no nos deja ver más allá de la
orilla donde se mecen algas oscuras. Aún quiero penetrar en ese mar ceniciento.
Adivino algún barco en la espesura. Sobre el mástil oscuro canta un pájaro. ¿Es
el mismo que en las noches de verano acompaña tu risa? ¿O es aquel otro que
persiste con su queja intermitente en anunciar el día? ¿Por qué ya no lo oigo?
También allí llueve. El agua fija el calor sobre tu piel. Y,
una vez más, te debates entre escuchar esa voz interior que te invita a
frecuentar viejos caminos hoy ocultos por la niebla o seguir impasible el paso
de los días. Te resistes lo mínimo. El dolor es una luz intensa que despeja tus dudas y su cuerpo
desnudo la insoslayable respuesta donde apagar la culpa.
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