lunes, 25 de noviembre de 2013

Aniversario

Al principio, el desasosiego. Cómo compartir la crudeza de tus metáforas precisas. La hiriente claridad de tu palabra, el dardo envenenado de tu sinceridad. Luego la sorpresa. La confusión. El miedo a entenderte. El dulce veneno penetrando en la conciencia. Y, finalmente, quedar para siempre atrapada por un primer beso en mitad de la nieve. Por esa forma tuya de aniquilar el tiempo, de dotar al mundo de aristas coloreadas, de vestirlo con el brocado exquisito de la desesperación. Desde entonces, formas parte de la cadena que me ata a la vida. A veces  detesto tu frío. Otras me abraso en tu calor. Y siempre siento.


En el último instante, ¿qué pensarías? ¿Te bastó, para dejar este mundo,  la certeza de que nada cambiaría? ¿O eras tú el que temía cambiar? ¿No estabas, acaso, cambiándolo todo al hundir el cuchillo en tu vientre? Y ese gesto teatral del  final que se escapó a tus predicciones. La torpeza, el temor  -el amor, tal vez-  que impidió a tu asistente cumplir su cometido con la brevedad y la certeza exigidas. La imagen de tu cabeza en el suelo.  


Y en el momento de la despedida, dejarlo todo en orden. El manuscrito entregado, el mensaje a la esposa, el poema ritual… Los periódicos de la época recogen el “incidente”. El otoño arrastra una vez más tus pasos hacia ese otro lado en el que permanecerás eternamente. El viento de los dioses antiguos, apenas un rumor de voces en la niebla.

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