domingo, 20 de abril de 2014

Pasado

Los días grises. Aún queda nieve en las altas cumbres de la memoria. Esa sosegada impaciencia que nos devuelve a los días de juventud en los que el miedo era un temblor ante lo desconocido, una imagen borrosa en el espejo, un latido intermitente, una canción de despedida. Y ahí estamos, silenciosos ante el paisaje y sus desvelos, asidos a los nidos de los pájaros que se apresuran a recomponer un instante de su historia que el azar ha querido hacer coincidir con la nuestra.

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El aire perfumado arrastra palabras antiguas, hace volar viejas cartas que nunca llegaron a su destino, arrumbadas en el cajón polvoriento de lo que nunca dijimos. Cómo encontrar razones suficientes para compartir el momento preciso en el que podemos ser nosotros. Te conformas con reconocer los pasos que resuenan en las calles empedradas, la sombra que asoma por el arco cincelado que da acceso al puente. Tú estás en medio, expuesto el rostro al aire frío de la tarde.

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Cómo compartir lo que aún no has admitido. Esa pesadumbre incierta de la infancia. La relación ambigua que los recuerdos adormecidos niegan. El tiempo no es pasado sino presente eterno que incomoda, lacerado intervalo de emociones antiguas que se repiten. Entre tus libros, en tu cuarto a solas, intentas sobrellevar la derrota. Odias lo que no entiendes, detestas lo que comprendes. No es fácil ser un pájaro sujeto al vaivén caprichoso del viento. Con las alas abiertas admites tu destino, fijas tu mirada en un punto del pasado y comprendes que nada ha cambiado, que sigues siendo un niño que espera silencioso a que una voz conocida lo llame por su nombre.